Nosotros, el azúcar y la obesidad

Un dulcito.   © Bastidas Reggio
Un dulcito. © Bastidas Reggio

Hace un mes, en un chequeo médico, me mandaron a hacer una curva de glicemia e insulina. Un perfil 20 previo decía que tenía la glicemia basal alta (103). El doctor me preguntó si comía mucho dulce o harinas. En efecto, soy un tremendo lambucio y mi debilidad es el hojaldre y los mediolitros de naranja. Preguntó también si tenía historia de diábetes en mi familia. Y así es, por parte de madre y padre hay diábetes en la familia.

La curva de glicemia e insulina, básicamente, es un examen en el que miden cómo estás procesando el azúcar. Para esto, te toman la sangre en ayunas; luego te dan una botellita con un líquido híper recontra dulce y te toman la sangre 30, 60, 90, 120 minutos después. El número de tomas depende de la orden del médico.

Lo cierto es que me dan el juguito ese y a mí me supo de maravilla, como al almíbar que queda cuando se acaba el dulce de lechosa nina. No habían pasado dos minutos cuando se me bajaron todos los ‘brekes’, todo se puso en cámara lenta y sentí que me desmayaba. Me quedé como vegetal en mi silla por unos veinte minutos. Tres tomas de sangre después (a la enfermera se le olvidó la de 60), pasaron los 120 minutos y me fui recuperando. Ese día llegué al trabajo con una obsesión nueva. Unas preguntas que me mortificaban: ¿qué carajo son la glicemia y la insulina? ¿qué es la diábetes? ¿por qué casi me desmayo? y más importante ¿Si ese cuartico de juguito me supo sólo un pelo más dulce que mi habitual medio litro, qué pasa en mi organismo con cada juguito de naranja que me tomo?

Me metí en YouTube para entender primero qué era la diábetes. En pocas palabras, es la incapacidad de procesar el azúcar en la sangre por lo que los niveles resultan muy altos. Cuando enumeraron los síntomas, me sentí como coleccionista de barajitas. Hambre excesiva, la tengo; sed excesiva, la tengo (y de bruto, la mato con más jugo de naranja de cartón); fatiga, la tengo; infecciones recurrentes, las tengo de vez en cuando; picazón, la tengo, en especial cuando sudo; y así. Cuando escuché las consecuencias me c@g3.

Seguí buscando. Después de leer artículos y ver videos de conferencias, que no voy a compartir para que hagan ustedes su tarea también, entendí que el problema no soy tanto yo. Aunque tengo que bajarle dos a la lambuciadera, es que todo tiene azúcar. Y lo que no tiene azúcar, como los pastelitos, las empanadas, las pizzas, etc., se convierte en azúcar apenas llega al intestino delgado.

Se habla de la epidemia de obesidad que ataca al mundo y el pato y la guacharaca. Pero resulta que la obesidad es producto de la resistencia a la insulina, no al revés. La acumulación de grasa es el plan B del organismo cuando no puede procesar la glucosa. No es el mejor plan, pero es lo que hay.

En el cuerpo, las células usan el azúcar como combustible. Pero para que el azúcar pueda entrar a la célula, es necesaria la insulina. La insulina es quien abre las puerta de la célula a la glucosa. La insulina es producida en el páncreas por unas células llamadas células beta. Cuando nos volvemos adictos al azúcar, forzamos la producción de las células beta o hacemos que la insulina que producen no sirva para abrir la puerta. Digamos que dañamos la llave. Las células no tienen acceso a su fuente de energía y dan la señal de recurrir a las fuentes alternativas: grasa y proteínas. El cuerpo comienza a almacenar grasa porque cree que no hay azúcar en la sangre, cuando en realidad hay y mucha pero no la puede usar.

Los humanos no somos gordos por flojos, ni por débiles de voluntad. Esa ha sido una de las mentiras más difundidas por todos los medios. Resulta que, por una parte, probablemente seamos adictos al azúcar (dulce o carbohidratos). Por otra, el cuerpo se está defendiendo como mejor le sale de un ataque peor: el de la adicción al azúcar que te llevará a la diábetes tipo II.

Ojo, tampoco es que la obesidad sea benigna, pero sí es una respuesta del organismo para compensar mientras tanto. Es como el alambrito que le pones al carro cuando se rompe algo para que aguante hasta el taller.

Sobra decir que mi obsesión no se quedó ahí. Como buen conspiranóico que soy, comencé a leer las etiquetas de los productos que no había leído antes. Uno piensa azúcar: paqueticos blancos, refrescos, dulces, chucherías. Piensas carbohidratos: pastas, pan, galletas. Pero resulta que todo tiene azúcar agregada. Y si voy a un cafetín a merendar algo ¿qué hay? ¿Puedo comer otra cosa? No hay otras cosas. Hay azúcar hasta en la sopa.

Pero ¿como mucha azúcar porque soy adicto o soy adicto porque como mucha azúcar?

Las dos cosas. El azúcar es altamente adictiva y la adicción comienza desde la infancia. El consumo de azúcar libera neurotransmisores responsables de tranquilizarnos, hacernos sentir bien, aliviar dolor, sentir placer y recordarlo todo. Cuando un niño prueba su primer vaso de colita en la típica fiestica, su primer plato de zucaritas o su primera cajita feliz, experimenta también su primera nota. Su cerebro se desborda en neurotransmisores que lo hacen sentir eufórico, poderoso y feliz. Corre para allá, para acá y grita como loco. Uno de esos neurotransmisores se llama dopamina y es responsable, entre otras muchas cosas, de hacerle recordar lo bien que se sintió luego de tomar refresco o de que se «despertara el tigre que había en él».

No es extraño que alguien quiera sentir placer y felicidad en todo momento. En especial, en estos tiempos de estrés y angustia que nos toca vivir. Ahora, imaginemos al venezolano adulto promedio que se sienta en una mesa de amigos y lo que escucha es ¡Crisis! ¡Escasez! ¡Inseguridad! ¡Maduro! Lo primero que sufre es depresión, desesperación y el cerebro le envía la orden de comer dulce, ese mismo dulce que lo hizo sentir tan bien cuando apenas era un niño. El problema es que, como muchos de nosotros, hace años que desarrolló tolerancia y ya ni se pone eufórico, ni siente el mismo placer. El cuerpo exige una dosis cada vez mayor y más seguido. El amigo llega a la casa, prende la TV y Maduro está encadenado. Abre la nevera y se come la primera torta que encuentra, con un vaso de cocacola…. y así todo el día, todos los días. El espejo le devuelve una imagen que no le gusta. Se siente cansado y desmotivado todo el tiempo. Se deprime fácilmente. Y no puede dejar de comer. Su sangre es un jarabe dulce y entonces vienen las complicaciones: problemas de circulación, hipertensión, enfermedad renal, problemas cardiovasculares y más.

Galletas, tortas, palmeritas, helados, caramelos, chocolate dulce, chupetas, papitas, tostones, chistrís, cheetos, doritos, yogurt con almíbar, refrescos, jugos, ricomalt, nestí, toddy, smoothies, café con dos de azúcar…

– ¿Agua?
– No hay, la escasez, usted sabe. tenemos pepsi, cocacola, aguas saborizadas con azúcar.
– Déjelo así, gracias.

¿Qué hay para cenar? Bueno ¿qué quieres? ¿Arepa, pan o pasta?

En fin, le llevé los resultados al doctor unos días después y no estaban tan mal. La basal había bajado desde la última consulta. Pero sí me recomendó bajar los carbohidratos y el azúcar. Luego recordé que esa semana había estado en un estricto régimen de adicción a las palmeritas y pastelitos de hojaldre. Todavía no soy diabético, gracias a Dios.

Mi recomendación:
Cuídense, es más barato.